El Timbó – “Oreja de negro” - y su leyenda
“El timbó tiene una madera en extremo resistente, sobre todo a los efectos de la humedad por lo cual los indígenas la utilizaban para construir sus canoas. Produce un fruto de color negro curiosamente parecido a la oreja humana.
Esto ha hecho que los guaraníes dieran al árbol el nombre de cambá nambi (oreja negra) y explicaron su origen mediante una leyenda que, como tantas otras, posee un innegable contenido poético.
Hace ya muchos años, cuando sólo los indios habitaban estas tierras, vivía en pleno corazón de la selva un poderoso cacique llamado Saguáa. Tenía éste una hermosísima hija de nombre Tacuarée, a la que amaba entrañablemente.
Desde que comenzaba el día hasta que llegaban las sombras, y con ellas el reposo, estaba Saguáa pendiente de la muchacha, cuyos menores deseos satisfacía con la más tierna complacencia.
Pero una tarde llegó hasta esas comarcas un apuesto guerrero del cual Tacuarée se enamoró perdidamente. Pertenecía el joven a una tribu establecida muy lejos de allí, y, por seguirlo, la bella indiecita resolvió abandonar a su padre. Mas, sintiéndose incapaz de enfrentar el dolor que – demasiado bien lo sabía – iba a causar a aquél, convino con su amado que partirían sin avisarle.
Cuando Saguáa advirtió la ausencia de la muchacha se hundió en la más tremenda desesperación. Corría de un sitio a otro llamándola, sin poder aceptar la realidad. Hasta que en el colmo de la angustia, se lanzó a la espesura de la selva tratando de hallar algún rastro que le permitiera alcanzar a su querida hija.
Inútil fue que los de su tribu intentaran disuadirlo. Él no quería o no podía oírlos.
Y cuando varios hombres, en un supremo esfuerzo por detenerlo, le interceptaron el paso, él los apartó de su camino con la violencia de que sólo son capaces los desesperados. Así, delirante marchó selva adentro sin dejar de pronunciar el nombre de su hija. Las zarzas lo hería a cada paso, pero Saguáa seguía adelante, como si se hubiera vuelto insensible al dolor.
Quizá porque todos los males le parecía pequeños en comparación con aquel que le desgarraba el corazón..
Y lo más terrible era que, en su desvarío, creía oír los pasos de Tacuarée. Por eso, apenas andaba un trecho, se arrojaba ansiosamente al suelo y, con la oreja pegada a la tierra y la respiración en suspenso, escuchaba hasta los más tenues rumores del bosque tratando de descubrir de dónde provenía aquel sonido que lo llenaba de esperanzas.
Pero nada percibía el desdichado, que continuó internándose en los matorrales y echándose anhelante a cada rato.
Hasta que la muerte lo dejó definitivamente tendido, con la cabeza como clavada en la hierba húmeda de rocío y de sus últimas lágrimas.
Cuando tiempo después, los hombres de Saguáa hallaron el cadáver de éste, quisieron llevárselo para rendirle los homenajes rituales y enterrarlo entre los suyos. Pero, en el momento en que iban a levantar el cuerpo, advirtieron con enorme sorpresa que la oreja del costado sobre el cual yacía estaba adherida a la tierra.
Pasado el estupor del primer instante, los indígenas comprendieron que la única solución posible era cortarle la oreja extrañamente unida al suelo.
Y, apenas lo hubieron hecho, quedaron maravillados: ¡la oreja de Saguáa había echado raíces!